Aranel
La guerra sangrienta barría los
devastados campos de fuego, una luz inclemente se posaba sobre las ruinas
caídas que cada mañana los despertaban con el sol naciente. Los tronos vacíos
susurraban cantos mortales, mientras cientos de hombres dejaban la vida en
manos de aguerridos luchadores que mataban por mero placer.
La naturaleza de la vida no solía ser
justa, un marcado egoísmo dominaba en toda su extensión los vastos territorios
conquistados. Hombres sedientos de poder lanzaban órdenes presumidas, siempre
anhelantes de extender sus dominios. Sin importar el precio, ni que sus arcas
se hallasen sin pizca de reluciente oro, pagarían gustosos con muerte por
conquistar aquello que tanto les atraía.
Ishtar era fuerte y uno de los más
reconocidos combatientes, dominaba la lanza con fiereza y la espada con suma
agilidad, los reyes se peleaban por tenerlo en sus ejércitos, un luchador que
inspiraba a la gloria, por quien sonaban hermosas canciones de asedios, de
victorias… Pero Ishtar no era menos que un víctima despojada de aquello que
muchos llamaban vida. Por mucho que se esforzaran en mantenerlo complacido, una
amargura insipiente se reposaba en su cuerpo, desgastándolo con la lentitud del
tiempo, hasta incinerarle el alma, hasta convertirlo en carbón.
Con la primera guerra, Ishtar se
despidió de su dulce esposa, Naima, una bella muchacha de lozanos veinte años,
quien con la flor de la juventud esperaba un hijo en felicidad con él. Pero la
suerte no siempre es divina, y cuando por fin regresó con las victorias
grabadas en el pecho, se topó con la creciente soledad de un hogar derrumbado.
Naima había sido asesinada a manos de los enemigos poco antes del
alumbramiento. Él no derramó una sola lágrima, aunque su corazón se ahogaba en
llanto prometió no llorar, debía darle muerte a quienes le robaron su esposa e
hijo.
Desde entonces un odio arraigado se
instauró en su destrozado cuerpo. Se enlistó en el ejército, consciente de que
ya nada tenía que perder, solo una sed de sangre lo movía, solo una sed de
venganza lo volvía tan poderoso. Al demostrar su destreza, y la fiereza que le
dominaba, los comandantes no dudaron en nombrarlo jefe de batallón, era severo
y no daría descanso a su alma hasta ver convertido en cenizas los despojos de
sus enemigos.
Los campamentos se convirtieron en su
constante hogar, hablaba con pocos, aunque sin duda consiguió buenos amigos que
comprendían su amargura y envidiaban su don. Era una máquina de muerte, todo
cuanto alcanzaba el filo de su arma perecía instantáneamente casi sin llegar a
sentir el dolor. Él se mantenía firme hasta que veía como la luz huía de sus
ojos, entonces se volvía y continuaba con sus ataques. En todos esos años
recibió algún golpe bien asestado, las cicatrices blancas de su espalda se lo
recordaban a quienes descaradamente osaban observarlo a hurtadillas.
Las pocas mujeres que viajaban con el
campamento se derretían entre suspiros por el afamado héroe. Por el valiente
hombre que daba vida a su esposa muerta. Muchas intentaron conquistarlo, pero
ninguna lograba ocupar el lugar que Naima dejó vacante, él aseguraba con
absoluta frecuencia, que en el mundo no existía un ser que la igualase.
Solo trataba como igual a una, Aranel,
una muy joven esclava que estaba encargada a atenderlo día y noche. Ella se
encargaba con atención de sus comidas, de sus baños, de mantener el escudo
lustrado, la espada limpia, hacía las veces de un lacayo y él se lo agradecía.
Tal vez algo en sus ojos pardos le recordaba su propia fiereza, ella era
fuerte, a pesar de los maltratos recibidos en el pasado, no se inmutaba ante
nadie, ni siquiera ante el imponente Ishtar, y eso era algo que admiraba. Su
piel caoba tostada, su largo cabello negro siempre trenzado la convertían en
una pieza de atracción entre miles de hombres dispuestos a ella.
Pero la joven era firme, y el dolor
aunque continuaba grabado en su bello rostro, una fina cicatriz dorada le
atravesaba el labio otorgándole una mueca imposible de borrar, no la dejaba
probar la dulzura de nadie.
Después de las batallas limpiaba con
manos hábiles las heridas de su amo.
-Debería dejar esto – se atrevió a
confesar una noche en la pequeña carpa celeste – diez años es demasiado tiempo
para un buen soldado, la mayoría no llegan a un par de ellos.
Ishtar la observó asombrado, la luz
proyectada por las velas encendía los matices dorados de su tersa piel.
-Seré soldado hasta el día que muera…
-Podría ser mañana – reflexionó ella,
intentando en vano convencerlo de no asistir a la batalla – entonces se
arrepentirá de no conocer la vida, de no haber vuelto a probar el amor.
Retrocedió apenada con las mejillas
encendidas, había cruzado el límite y de seguro la reprendería. Él sabía que lo
quería, y no pretendía dar largas al asunto.
-Ya probé el amor una vez, y no
disfruté de ese agrio sabor que deja en la boca. Con treinta aún tengo
suficiente fuerza para llevarme a unos cuantos más a la tumba…
Aranel se puso en pie, la escasa luz
le permitía adivinar sus formas bajo la hermosa túnica blanca, se contuvo,
debatido entre la confusión, convenciéndose a sí mismo que no existía fuerza en
el mundo que pudiese arrastrarlo a los brazos de otra mujer. Aunque conociera
mejor a esta de lo que había llegado a conocer a su esposa, permanecería fiel a
su memoria.
Se marchó de la tienda deseando no
verla más, sus compañeros saludaron atentamente preguntando la estrategia del
día siguiente, respondió distraído sin muchas ganas de entablar conversación
alguna. Aquella noche durmió fuera de la tienda, lejos de Aranel, así despertaría con pensamientos
frescos que no lo limitaran durante la batalla.
Despuntó el sol perezoso, atrayendo
nubes cargadas de lluvia. Los hombres se enlistaron bajo un ensordecedor
silencio, muchos no estarían allí para la noche, todos los sabían y nadie se
atrevía a afirmarlo. Cargaron los escudos y las espadas, resonaban las cotas de
malla, a la expectativa de una victoria
que les ofreciera una buena ventaja.
Los soldados se apilaron en filas
equitativas como las órdenes dadas. Dio inició el sangriento ataque, hombres a
caballo descendían a raudales sobre ellos, mientras una leve llovizna los
envolvía.
Ishtar desbocaba su fuerza en el arma,
daba tajos sin perdonar vida, la sangre manaba de los combatientes caídos,
mientras los choques ciegos le invadían los oídos. Gritos y maldiciones cubrían
el empanado claro, sus hombres caían bajo pesadas puntas de hierro, otros se
lanzaban con seguridad a la muerte desmedida. Una flecha se clavó en su hombro
derecho. El dolor fue el primer pensamiento que acudió a su dormida cabeza, un
dolor frío que le abrasaba el brazo, pensó Naima, pero al tratar evocarla en
sus pensamientos se dibujó la imagen de Aranel, con sus torneados muslos, su largo
cabello… Naima debía regresar a sus pensamientos, se enfocó en buscarla con
impaciencia, ciego de dolor, pero Naima ya no se encontraba allí, se había
vuelto una línea difusa que no le permitía vivir.
Entonces pensó en Aranel, en todos los años a su lado, en todos
los rechazos que le había ofrecido, en sus atenciones debocadas. Un pinchazo de
culpa se le instaló en pecho, era Aranel
quien daba todo por él.
Se quitó el casco dejando que la
lluvia le empapara el rubio cabello. Ya no podía volver a perder. Tomó un
caballo al tiempo que lanzaba por los aires su espada y dejaba caer su escudo.
Cabalgó y cabalgó a cuestas, sin ver el mar rojo que se extendía a sus pies,
solo esperaba alcanzar a Aranel.
Llegó al campamento, ella lo esperaba
fuera de la tienda con los ojos desbordados de lágrimas, se abalanzó a sus
brazos dejando que la llenara de besos, una sonrisa se dibujó en sus labios invitándolo
a probarlos, se fundieron el uno en el
otro, sintiendo una felicidad caprichosa, dejándose llevar por las gotas de
lluvia que caían con fuerza sobre ellos cual música adorada.
-Pensé que jamás os darías cuenta –
susurró ella contenta.
-Tardé en abrir los ojos, pero no hay
tiempo inmerecido que no apremie nuestro destino juntos.
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