Amos impiadosos 
Los árboles susurraban en idiomas inaudibles para el oído del humano corriente, los pinos dejaban a merced del bosque las agujas que poco a poco se desprendían de sus ancianas ramas. El viento se agolpaba gélidamente sin dejar lugar a salvo en medio de la espesura de los arbustos. Las canciones sonaban, lentas al principio y luego un poco deprisa, hasta convertirse en un repiqueteo constante de las gotas de lluvia contra las rocas.
La sangre se había secado en las manos arrugadas de Danilo, llevaba las botas puestas aunque tenía los pies mojados,  sobre su brazo izquierdo destacaba un improvisado torniquete realizado tres noches atrás. Desde entonces había permanecido solo en la espesura del bosque, ni los animales carroñeros se le acercaban para probar su carne dura. Cuando sus compañeros de contienda partieron,  no se inmutaron a ayudarle a cabalgar, simplemente montaron a lomos de caballo y marcharon entre la maleza hasta perderse en ella. No les reprochaba nada, al menos un saco de vegetales descansaba a su lado, y una capa de lana basta lo abrigaba de la fiera llovizna.
No echaba culpa de su miseria, aquella situación se la había ganado con creces, por su falta de experiencia y sed de victoria, bien cualquier  advertencia no fue suficiente para detenerlo, mucho menos lo fueron los restos de guerra que observó mientras se dirigía a su perdición. Desafiar a los titanes les había costado casi la vida, de no ser por el honorable amo de la sangre, ahora estaría sepultado bajo las dulces tierras del ocaso. El simple recuerdo le profería pesadillas día y noche, el rugido aterrador, la sangre, su cabeza dando vueltas en la niebla negra… y luego recordaba los titanes, amos y señores del mundo occidental, impiadosos, conocidos por su puño de acero y barbarie, nunca debió retarlos, muchos de los hombres en mejores condiciones aún pagaban las graves consecuencias.
Despertó en medio de fiebres que lo carcomían por dentro, deseaba gritar de angustia pero su garganta se hallaba tan reseca que no sería capaz de proferir ni un leve y desgastado sollozo. No sabía cuanto tiempo tendría allí. Una mano se posó en su frente, luego otra le retiró los vendajes y limpió la herida con dedos ágiles, su boca recibió el néctar preciado y se sumió en un placentero sueño alejado de la agonía de la vida.
La luz parecía lejana, el sonido del agua iba acompañado del tintineo de un par de campanas. Danilo se incorporó con dificultad, mientras una punzada le atinaba en la cabeza. Se hallaba tendido sobre un lecho de paja bastante acolchado, a su lado descansaban las prendas que otrora llevaba puestas, su brazo se encontraba mucho mejor, apenas y recordaba el hierro desgarrando la tierna piel. Olía a miel y especies por doquier, le recordó que llevaba muchos días sin comer… aun así ¿Dónde se hallaba? Parecía una vieja cabaña de madera a medio arreglar, el techo de madera se observaba astillado mientras los muebles raídos no destacaban por sus colores vivos, no muy lejos una mesa caoba apoyaba un cuenco de manzanas y una jarra de vino. La punzada en la barriga pudo más que la curiosidad y se aproximó a llenarse la boca de vino.
-Noto que la desconfianza no ha rondado por vuestra pequeña cabecilla – dijo la voz de un hombre que no se dejaba entrever.
Salió de las sombras con una amplia sonrisa en un rostro plagado de surcos y profundas arrugas, una cicatriz fea atravesaba su boca dejando una extraña mueca cuando la cerraba de repente. Se acercó a la mesa y tomó asiento quitándose el pesado sombrero, llevaba un larga túnica de seda negra cubierta por el polvo, en el cuello destacaba una enorme cadena con forma de serpiente que brillaba ante la luz dorada proveniente de los faroles. Tomó una manzana entre las manos y la mordió dejando que el jugo le corriera por el mentón, Danilo lo observa con recelo, no podía ser aquel hombre lo que él estaba pensando.
-Disculpadme – dijo dejando la jarra en la mesa – ¿Es usted un..? – no llegó a terminar la pregunta, los ojos del hombre, tan profundos como dos pozos azules delataban un indicio a la interrogante de un inexperto y algo estúpido joven.
-Así es – asintió el anciano.
No lograba creerlo, los magos se habían extinguido hacía cinco décadas, por orden del rey supremo, el castigo para aquel que osara llamarse “mago” no sería más contundente que la horca.
-Mi nombre es Balor, fiel servidor del príncipe Ogmo muerto hace unos treinta años en batalla – explicó el hombre – lo que tenéis aquí no son más que las sobras de un poderoso mago cuyos poderes han mermado con el pasar de los años. Aun así conservo algunas de mis cualidades más antiguas, y esperaba – bajó el tono de voz – dada vuestra asombrosa valentía, o bien decir, absurda dado el poderío de los señores supremos, que el joven y el servidor presente podrían trazar un acuerdo juntos.
Los cráneos se abalanzaban colgando de la improvisada puerta, el hombre podría ser peligroso, y sin embargo había salvado la vida de un moribundo sin hogar ni familia.
-No soy nadie – protestó al final – me confundís… os agradezco la hospitalidad pero debo marcharme si pretendo reunirme con la contienda.
Aquello pareció divertir al viejo hombre.
-Pobre Danilo – le palpó la mano con delicadeza – vuestros hermanos han partido ya. Mucho me temo que se encuentren a cientos de leguas de aquí, yo te propongo libertad, saciar el deseo de aventura que guarda tu interior, recorrer las montañas de hielo y cruzar los puentes de fuego, desafiar a los titanes, acabar con los reyes bélicos, y traer paz a un mundo pobre y desgastado…
“Nuestros niños se desangran en batallas, los monstruos atacan a mujeres por la noches, mientras nuestros enemigos se alimentan de nuestros miedos, los reyes se hacen con oro y diamantes hundiéndonos en la desesperación. Solo soy un hombre, pero juntos podremos desafiar la naturaleza y moldear a nuestro antojo…
Danilo sentía el poder en las yemas de sus dedos, deseaba venganza y a su vez justicia para los aquellos cuyas voces habían sido silenciadas, añoraba ver el mundo occidental, y desafiar cualquier ley impuesta por humano o bestia. Aceptaría, de cualquier manera la muerte misma lo había regresado a la vida, y de seguro abalaría la misión que desde ahora emprendería. Sonrió, con aquellos dientes torcidos y amarillos esperando obtener lo que siempre le habían negado…

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