Las olas se mezclaban entre el
inclemente mar de la tormenta. La pequeña barcaza se agitaba sobre el rugido
imperceptible de la noche. Allí donde los miedos acunaban hombres nuevos,
nacían las leyendas de valentía y fuego, donde los magos vagaban en busca de
una historia nueva, se desataban las peores guerras.
Eran días de una paz falsa que se
cobraba a un alto precio. Los hombres vagaban por aquellas calles de arena
consumidos entre la deshonra y los males derrumbados que llevaban a cuestas,
las noches solían atraer los barcos hasta aquella costa de hielo, donde el frío
se agitaba arrastrando las pesadillas de los nuevos viajeros.
La pequeña barcaza tocó puerto
sobre la media noche. Asier conocía esos rincones casi tan bien como la palma
de su mano. Solía frecuentar la ciudad cuando su búsqueda desesperada estaba a
punto de fracasar. Allí se abastecía y volvía al mar a recobrar su antigua vida.
La pequeña plaza lo recibió con
la soledad de las noches heladas, sabía donde pasar la noche, giró en la
esquina y se adentró en un callejón sin luz. Dos puertas a la izquierda llamó y
con un simple susurro el portal cedió. Dentro, una veintena de hombres
conversaban y bebían amenamente, era de los pocos lugares en los que se
conservaba la tranquilidad de años pasados.
Se sentó a la barra y una mujer muy joven le tendió una jarra de cerveza
negra.
-¿Qué tal las noches por aquí? –
Inquirió luego de dar un sorbo – ¿Cómo sigue vuestro padre?
-Empeorando – replicó ella con
obstinación – más de lo mismo.
Él la miró largamente. Clío nunca
cambiaba. El mismo rostro níveo y sereno, la cicatriz larga que le cruzaba el
mentón, el ojo ciego que invocaba la noche y la desesperanza.
-Tú, ¿Qué tal el viaje? –
preguntó ella al percatarse de que el caballero la observaba con suma atención.
-No mucho, no logro dar con lo
que busco. Los botines son escasos y el oro me falta. De cuando en cuando un
trabajo consigue aflojar la soga que cargo al cuello.
-La vida de errante no es tan
maravillosa como solías creer, al igual que no lo es esta mierda de posada…
Él no podía contradecirla,
conocía muy bien los miedos de Clío, muchos de ellos en parte eran culpa de él.
Sus encuentros siempre atraían las recriminaciones del pasado, y aunque ella no
pretendiera hacerlo de esa forma, terminaba por odiar tenerlo presente.
Asier sonrió y dejó y la jarra
sobre la mesa, tenía cosas por atender, Clío debía esperar. Aguardó media
campana y se dirigió hasta el salón exterior que casi daba a la calle, el lugar
se iba vaciando conforme las horas transcurrían, hombres viejos que se
marchaban a casa, a una cama caliente, a una vida honrada.
Giró y se topó con la sonrisa
lacónica que tanto esperaba, las sombras lo recibieron en medio del silencio.
-Ya era hora de volvieras hasta
mi – sonrió Kalliope envuelta en el manto oscuro de la noche – cada tarde, me
pregunto si volverías para encontrarme, hoy la respuesta ha llegado con el
dulce cantor de vuestra voz.
Kalliope intentaba mantener la
conversación en torno a ella. Asier no quería buscarla y no pretendía necesitarla,
pero en un mudo ciego de vagas injusticias solo ella podía ayudarlo. Hacía
mucho que había renunciado a la obtusa idea de entregarse a ella, solo una vez
conoció el poder inclemente de sus besos y desde entonces no pretendía volver a
caer en tal error.
-Necesito vuestra ayuda…
-Necesitas, necesitas… Siempre
necesitas volver – lo interrumpió ella - ¿Qué puedo ofrecerte yo querido mío,
que no pueda darte esa ignorante de Clío? ¡Ah! Es que has perdido el camino y
ya no ansías redimirte por el daño ocasionado, lo veo en tus ojos – tomó
asiento en un largo sofá de piel dejando las piernas al descubierto bajo la
larga túnica negra – el pasado ha decidido borrarse para dejarte un nuevo
camino, por lo que necesitas un nuevo barco y un hechizo de contingencia.
Detestaba aquellas pláticas
absurdas en las que siempre insistía en meter a Clío. Si bien era ese el motor
de esa búsqueda desesperada, él ya no podía obtener el perdón de ella.
-Los mares de la muerte me
dejaron sin nada, tan solo pretendo volver a marchar con la primera luz del
alba – titubeó – esta vez te pagaré el doble…
-El doble no me sirve querido
mío, más te valdría alejaros de ese implacable viaje que acabará por
arrebataros la vida. El ojo que tanto ansias no aparecerá nunca, dejad que la
pequeña muchacha disfrute de su limitada visión y olvida el pago que le debes.
No podía. Asier no podía
renunciar justo cuando se encontraba tan cerca. La culpa pesaba en su espalda y
acechaba como un filoso puñal que pendía de un hilo. Clío había perdido un ojo
por su culpa, había perdido la inocencia y esa cándida belleza que él adoraba
en ella, y todo era su firme responsabilidad. El empeño de convertirse en un
valeroso mago le había llevado a buscar en el lugar equivocado. Errores tras
errores atraían tragos amargos.
-¿Me ayudarás?
-Solo para ver vuestra perdición…
- le entregó una pequeña bolsa y desapareció.
Sintió una punzada de dolor.
Volvía a marcharse con la convicción de que fallaría, pero esta vez algo debía
ser diferente, esta vez la promesa debía salir de su voz, entonarse con certeza.
Se dirigió al pasillo donde Clío aguardaba, llevaba el rostro descompuesto, con
una mueca que desdibujaba sus labios tercos.
-Otra vez con ella – no podía
desterrar el tono acusatorio de su voz – Por una vez, hubiese deseado que el
hombre que regresaba fuese el Asier por el que una vez sentí latir mi pecho.
-Aún existen muchas cosas por las
que debo pagar Clío.
Ella lo miró y le otorgó un
triste beso en la mejilla.
-Eres el único que ha decidido
cargar con las penas que no le corresponden, ojalá alguna vez puedas perdonarte
como yo ya lo he hecho, ojalá alguna vez puedas mirarte como yo lo hago.
Asier la besó, como no había
hecho nunca y como había querido hacer siempre. Para mirarse como ella lo hacía,
primero debía ganar todo aquello que no creía merecer, y solo por eso se
lanzaría en mil aventuras que cambiarían las decisiones equivocadas a las que
se sometió.
La miró con los recuerdos
agolpados en el pecho, era una promesa que volvía a su alma, una promesa de un
futuro cercano en el que pudiese redimir los errores del pasado. Sabía que no
era más que una huella que se convertía en polvo, una huella que ansiaba ese
momento de arder, de florecer. Clío aguardaría, y él regresaría con la promesa
cumplida, solo entonces sus almas se pertenecerían.
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