La gran luna plateada se perfilaba en lo alto de un cielo negro, uno en el que las tristes estrellas morían con la llegada del día, en el que la lluvia emergía a tientas, en el desconocido fulgor del adiós se disolvía, en el disoluto y volátil amanecer, ese al que tanto temían… El retorno de la luz. Las noches cortas se recortaban a la penumbra del silencio, la ciudad de los susurros se acallaba en la larga distancia, en la que el humo envolvía lo bueno, en la que las sombras se asomaban con creciente temor a la llegada de un nuevo día.
La tenue brisa acariciaba los párpados cansados de Damira,  quien fatigada, se esforzaba en una lucha interna por vencer el dulce sueño que la acometía. A la espera de la nada, un amplio camino se enfilaba en lo ancho de la cordillera. Allí, donde miles de hombres grababan sus pasos, ella solo ansiaba recorrer las altas colinas con un deje de aventura y maravilla, esa vaga sensación que cada mañana la asediaba.
Despertó con  el pesar de la cotidianidad, esa que la mantenía estancada en una lucha invariable de poderes. Una vez más observó las duras cadenas que la retenían allí, se puso en pie de un salto y sin detenerse a pensar, sus manos evocaron el tierno pasado, uno que nunca vivió, y que por tantos años muy pocos compartieron.
El consejo se reunía bajo el frío sol del invierno, todos ansiaban la llegada repentina del rey, ese hombre fuerte y astuto, el pilar del reino. Damira entró en la amplia sala color caoba, una docena de hombres dirigieron una mirada repentina y acusatoria a su diminuta figura. Fijó la vista al suelo y tomó asiento en el lugar que le correspondía, esperando ahogarse en el murmullo feroz e intrépido de quienes le rodeaban. Las voces se acallaron en seguida bajo la imponente forma del rey, sus manos firmes golpearon la mesa reclamando la atención que merecía.
-La guerra ha de ser inminente – proclamó con voz dura – el sur acecha como cuervos esperando nuestra caída, es mejor advertir a vuestros hombres…
Todos se miraron sorprendidos, al parecer, ninguno de aquellos aguerridos caballeros imaginaba un enfrentamiento tan próximo. Damira no sentía la menor preocupación al respecto, la guerra era cosa de cada día, la historia de su pueblo estaba escrita con sangre, de ser necesaria otra guerra, no aplacaría la cólera de sus enemigos más que con la furia del acero.
-Disculpad majestad – interrumpió un hombre alto de escasos años, el cabello negro resurgía en contraste con su pálida piel de mármol - ¿No sería aconsejable enviar un huésped de buena voluntad? – todos le miraron intuyendo lo que diría a continuación – es decir, dado que el señor de Barhamir solo busca una cuota de poder, podríamos ofrecerle algo que garantice una alianza…
La mirada dorada del rey brilló ante la sola mención de la idea. No era la primera vez que le proponían aquel plan certero, sus consejeros veían muy posible la realización de una alianza. Él por su parte, se negaba si quiera a pensar en ello, sabría la respuesta que recibiría muy a pesar de lo factible que resultaría.
-Debería consultarlo… - fue la respuesta que el soberano ofreció.
Damira le miró furiosa, no podía creer que propusieran una idea absurda delante de ella. Era evidente el poco respeto que le tenían por ser mujer, llevaba toda una vida lidiando con esa contradicción, e incluso en momentos como ese, no le impedían olvidar su situación.
-¡Es absurdo! – Gritó dando un golpe a la mesa - ¡Qué indignación! ¡Os creéis con el derecho de decidir sobre la vida de quienes les rodean!
-Siéntate y guarda silencio – exigió el rey al tiempo que ordenaba al resto del consejo retirarse.
El rey la miró con la autoridad de un monarca, ya estaba cansado de su condescendencia, Damira debía apegarse a las decisiones del soberano sin mediar excusa.
Ella por su parte, contenía en sus labios la frustración de los años, los viles engaños y los chantajes con los que la mantenían en un falso silencio. La vida no era lo que ella imaginaba, la libertad ansiada jamás alcanzaba por encontrarla. El dolor se agolpaba en su pecho, como un hierro echado al fuego, marcaba con aguda precisión la injusticia de las cadenas que la ataban a ese maldito palacio.
Por primera vez veía al rey como lo que era, su padre, un hombre que a pesar de quererla, no podía despegar de su vano corazón las responsabilidades  que él creía debía respetar.
-Si has de casarte, para asegurar la paz del reino – tomó aire - ¡Así se hará! – manifestó finalmente con la decisión ineludible bailando en sus labios.
Ella, sin esquivar la estocada, se quedó en piedra intentando comprender el mortal significado de aquellas duras palabras. Era una vil esclava, sentenciada a las vagas decisiones de otros, una a la que vendían como un trozo de carne aún fresca…
Las luchas sangrientas que durante años se debatían en su interior tomaron voz, sería la primera vez que no se resignaría al destino que habían escogido para ella. No se vendería como carroña, no sería la pieza fundamental para evitar una carnicería. La guerra era injusta y peligrosa, pero estaba convencida que de aceptar la decisión de su padre, tarde o temprano el enfrentamiento encontraría lugar, y ella solo sería parte de un sacrificio a medias, uno que sirvió para dar tiempo a un rey egoísta.
-¡No volveré a doblegarme ante vuestras palabras! – Espetó ella al tiempo que se ponía en pie – Si he de irme a un burdel o a una casa de placer, lo haré con la mayor dignidad de que fue mi decisión y no la tuya…
Dio media vuelta convencida de que no tenía nada más que decir. Aquel poderoso rey, acostumbrado a sus ganancias, a la riqueza y al mutismo de su bella hija, no alcanzaba a comprender el tesoro que perdía…No solo sacrificaba un reino, sino que a su única descendiente, esa que voluntariamente habría ofrecido su vida por la de él en el campo de batalla.
Damira se alejó, el camino se alzaba a la distancia, finalmente cortaba las cadenas, ya nunca más sería una esclava.


Comentarios