El
fuego se alzaba imponente sobre un horizonte lejano. Las llamas devoraban todo
a su paso, en tanto que el humo feroz, abatía a los cansados ciudadanos que se
aferraban a un último intento por sobrevivir. El ardor de la muerte calcinaba
todo a su paso, los gritos sucumbían al ocaso, abriendo una brecha profunda
sobre la enorme colina de oro, hasta alcanzar el fatídico final y acabar por
vencer los pocos rayos de luz que diferían en la ciega frontera negra.
El
sopor cansino de una terrible pesadilla la despertó ante la lluvia de una
fresca mañana. Althea se miró en el espejo esperando apreciar los estragos de
una noche terrible, podía concebir el dolor, el llanto y el miedo, como tantas
otras veces lo había sentido. Esa terrible desesperación que la acometía cuando
sus ojos infelices solían dibujar ese porvenir siniestro.
El
palacio, repleto de habitaciones vacías, era lo más parecido al encierro. Allí convivía
junto a su hermana, y el esposo de esta, aquel poderoso hombre de bruscos
modales y terrible carácter a quien todos llamaban “rey”.
Blanche
la esperaba en el comedor principal, ese amplio salón que rara vez solían utilizar,
ahora su hermana, por el temor que la acechaba intentaba evitar los espacios
pequeños, únicamente solía pasearse en salas anchas, lo que implicó un cambio
brusco de dormitorio, dado que no soportaba el encierro al que era sometida
durante las noches, por lo que hubo que mudarla al ala este, a una habitación
tres veces más amplia que la anterior.
-¡Buen
día! – Anunció Blanche tan solo verla llegar – Qué terrible aspecto el de hoy –
el viento frío agitaba los flecos celestes de su holgado vestido elegante – El
rey partirá mañana de campaña…
La
tristeza se reflejaba en sus delicados rasgos aun juveniles, no perdía esa
sutileza digna de una niña muy bella, a pesar de sus temores, de sus juicios,
de su absurda enfermedad, Blanche poseía una luz que la hacía brillar a la
vista de cualquiera, tal vez el rey la conservaba por esto. Su hermana menor no
podía negar que a pesar de todo, Blanche guardaba la inocencia de los años, y
solo por esto la quería más, era incapaz de ver la maldad en los ojos ajenos,
de apreciar el daño que el filo podría hacerle.
-¿Amenaza
de guerra o simple sublevación? – preguntó Althea dando un sorbo a la taza de
té que acababan de servirle.
Blanche
no respondió, no porque deseara mantener alejada a su pequeña hermana sobre
asuntos de estado, sino porque no tenía ninguna idea, el rey poco o nada solía
decirle. Althea, al ver su expresión perturbada, decidió preguntar por
cualquier otra trivialidad, algo que la mantuviera distraída y poco preocupada.
Aunque esa era su función en el palacio, sentía el pesar de concebirse a sí
misma como un mero entretenimiento para los terribles nervios de su hermana,
eso sin contar con su vasto talento o podría llamarlo don, lo que según el
padre de ambas, era necesario, no solo para su hermana, también lo era para el
reino y su porvenir.
Dispusieron
de la mesa a su antojo, Althea sentía el pecho adolorido, con el creciente
temor de una muerte próxima. Decirle esto a su hermana podría significar
alterar sus nervios nuevamente, y ahora que parecía tan serena y en calma
podría resultar injusto quebrar la armonía que tan escasamente conservaba.
-Blanche,
he tenido un sueño – Por mucho que intentara convencerse, resultaba siempre ecuánime decirle la verdad y advertirle – no
os asustéis, solo he visto la muerte asediando la ciudad…
Hubiese
resultado mejor no decir nada, aunque el no advertirle iría en contra de lo que
consideraba correcto, la respuesta de su soberana fue absolutamente la que
temía. La pobre Blanche bajó la cabeza consternada, como si el abismo se
meciera sobre ella en una sombra inacabable que conseguía consumirla por
completo. ¿Cómo lidiaba con la pesadilla de un futuro oscuro? No logró obtener
respuesta alguna, tan solo pronunciar aquella terrible frase, la reina, se
consumía en la obsesiva locura del miedo, de esos temores que durante la noche
la asaltaban sin clemencia, y que ahora lograba apreciar ante sus ojos, como
una verdad inequívoca que no conseguía evadir. Althea sentía que la fragilidad
de su hermana era un punto que no tenía vuelta, además de la debilidad que
demostraba, Blanche se postraba en su lecho, con una herida solo apreciada por
su difusa imaginación.
Althea
intentaba convencerse de la poca fiabilidad que podía brindar su sueño, pero en
tanto veía a su hermana, pálida, demacrada, abandonada a las lágrimas, sabía
que no existía remedio en la vida que pudiese aliviar sus males.
Después
de todo, Althea era víctima de una existencia maldita, de un don horrible, de
unos ojos indoloros acostumbrado a encontrarse de cara con la muerte. Solo por
este pesar que ya no lograba mantenerla sumida en la tristeza, conseguía
apreciar el lado hermoso de la existencia, solo al concebir muerte y
destrucción le permitía alcanzar ese soplo anhelado de bondad y maravilla. Por
esto, su padre la condenaba a una existencia unida a la de su hermana, porque a
pesar de que Blanche no poseía mayor don que una belleza sobrehumana, era presa
de la estupidez y el miedo, carecía de sentido común, y esta absoluta debilidad
la convertía en una presa angustiosa que esperaba ser devorada con la prontitud
de una mañana.
Pero
ahora, confinada a salvar la escasa vida que le restaba a Blanche, se esmeraba
en últimos intentos por convencerla de salir de paseo, sin embargo, esta se
negaba, alegando que la muerte más temprano que tarde la encontraría.
-Por
eso me escondo en esta alta torre – Le decía al borde de las lágrimas – Aquí no
vendría pronto…
-El
rey ha preguntado por vuestra salud, quiere pasarse por la alcoba si accedes a
verlo…
Era
impensable que su esposo la viera en esa condición, y ella no tenía fuerzas
para lucir de buen humor o vestirse de manera elegante, por lo que respondía
con un rotundo no, alegando que razonaría por abandonarla si concedía verla en
ese maligno sopor que la acosaba.
Pasaron
un par de semanas antes de poder convencer a Blanche de abandonar la alcoba.
Aun continuaba convencida de que algo malo podría ocurrirle, por lo que, en
cuanto llegó a los jardines aseguró sentir el aire gélido soplándole en la
cara, lo que resultaba una señal ineludible de que el final estaba por llegar.
Intentaron
disuadirla asegurando que era un buen día para salir, pero tal y como Althea había visto, el fuego barrió el
cielo. Las llamas se elevaron hasta llegar a las altas cúspides doradas. Todos
corrieron y gritaron buscando asilo, Althea permaneció en calma absoluta, sabía
que ella se salvaría, no debía huir, no debía escapar, el final no era su
final. Con lágrimas en los ojos observó como Blanche se entregaba a las
devoradoras llamas, a ese anhelo profundo que sabía acabaría por alcanzarle,
solo así otorgaba la triste libertad de su hermana, solo así la eximía por los
designios infortunios a la que la había torturado sin fin. No hubo despedidas,
sus pies fueron barridos y su alma consumida, con un lamento fatal Althea sollozó
por el maldito don que le arrebataba la felicidad. Por una vez, Blanche no tuvo
miedo, y su hermana, con lágrimas a medio correr, la vio entregarse con
valentía, con el corazón a los pies viendo su libertad por una vez florecer.
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