Los valles del Olimpo



La luz se ocultaba tras las enormes pirámides doradas, destellos cobrizos pintaban el lúgubre cielo de un dorado perfecto, de tenue plata fundido en el viento. El ocaso se abría con su hermoso derroche, en un lienzo blanquecino depurado por miles de estrellas ardientes, el resplandor lejano, cubría a leves pasos la nefasta montaña alta, donde cientos de hombres se agolpaban a la espera, a una espera incesante e infinita, una espera irascible que les carcomía el alma por las noches, la espera innegable de coronar un nuevo rey que los sacara de la temida oscuridad.
La lluvia empapada con agotamiento las cotas de malla puestas a un sol que nunca salía al cielo, los yelmos a la espera de ser usados, y las espadas brillantes que anhelaban probar la sangre. Un leve murmullo atenuaba los dulces deseos de los aguerridos caballeros, los fieros soldados que en busca de gloria se enfrascaron en una vaga misión donde las promesas eran la orden del día.
La maldición acaecida surcaba con maltrecho paso las tierras inhabitadas, las tropas marchitas guardaban las ansias de recuperar las tierras doradas, de volver a sus hogares y ver nuevamente a sus familias. Pero el terror incierto les impedía conciliar el sueño, los días eran difíciles, las noches insoportables, las pesadillas de la realidad los perseguían en una lucha profunda por desatar el mal y vencerlo finalmente.
Los rostros se alzaron cuando su comandante salió de la tienda, el agua le corría por el largo cabello negro, sus ojos verdes brillaban bajo el rocío de la noche, la armadura brigantina relucía a la luz opaca de las estrellas mortecinas. El retumbar de las lanzas contra el suelo, perforó el duro silencio, las voces clamaban justicia, los corazones latían al unísono anhelantes de la vaga sensación de victoria, esa que desde su partida no rozaban sus labios pálidos, esa que creían alcanzar tan pronto, y de la nada, se les iba de las manos como la bruma corriendo bajo sus pies débiles.
Josafat, era el único hombre con el temple necesario para llevar el ejército a la luz, abandonar las tierras de los dragones, las fieras criaturas de la noche. Las filas mermadas le dieron la bienvenida como si atrajera a su espalda la satisfacción de mil guerras ganadas, no era más que un caballero de la orden dorada, armado a brillantes pasos sobre los vestigios resignados de un reino acometido a la caída de la noche.
Muchos, aún recordaban con añorante nostalgia días felices bajo el resguardo de la Reina de la luz, quien con mano dura, había expulsado a los elfos malvados del Olimpo, unificando así los valles, y restaurando la paz entre los hombres.
Las esperanzas vanas se marchitaban en los tristes labios de Josafat, quien no pretendía masacrar la ilusión de salir de tan peligrosa región. Al amparo de las antorchas, encendieron una marcha lenta, cargada con el pesar de la perdida, acompañados por la muerte muda, que sin cesar les seguía de cerca con mesurada cautela.
Los elfos de la noche habían masacrado los pueblos del Olimpo, donde en otros tiempos la convivencia grata movía las pasiones inusitadas de hombres y el reino de lo inmortal. Así pues, la paz era la regente de las vidas, hasta que la reina de la luz enfermó gravemente, su cuerpo inmaculado se vino abajo por un desgaste excesivo, y el tiempo pronto cobró su vida como un fiel regalo a las tierras fértiles de los valles.
Era él quien debía guiar bajo su mano a decenas de soldados, era quien podía vencer a Cibeles, la nueva soberana del Olimpo, aquella fría mujer renacida de las cenizas de la confusión. Cibeles poseía el innato poder de la persuasión, todos cuanto la conocían cedían al encanto de sus tibios brazos, de sus ojos pardos, para luego, enloquecidos de amor seguir las órdenes que impusiera. Josafat la conocía, incluso mucho antes de convertirse en reina, conocía sus debilidades, sus artimañas, pero también conocía la bondad oculta en su corazón, esa enterrada durante siglos bajo una capa etérea de maldad soluble imposible de acabar.
Pronto llegaron a la cúspide infinita, abajo, se aglomeraba una llamarada relumbrante de caballeros armados, el cielo aullaba impasible atestado de grifos a la espera del ataque. Josafat levantó los brazos, debía hablar con la reina antes de iniciar una masacre. Acompañado por los guardias, par de elfos de fuertes brazos, se adentró en la tienda, donde su majestad descansaba apoyada lánguida en una amplia poltrona de piel.
Esta abrió los ojos al verlo entrar, un nudo se agolpaba en su garganta, las palabras acudían sin sentido alguno para hablar. Él la veía con las sombras ocultándole el rostro, la melena roja cayendo en cascada por los frágiles hombros perlados, la boca entreabierta invitándolo a besarla,  el cuerpo enfundado en un brillante vestido recubierto por gruesas escamas azules, atenuado bajo la luz mortecina de un sol cálido y lejano.
Tan perfecta y maligna, la poderosa mujer se presentaba a sus ojos como la que una vez había robado su dulce corazón.
-¡Cibeles! – Qué difícil resultaba soltar su nombre aletargado por los años –os pido que detengáis esta locura. No debe existir guerra alguna, vuestra hermana mantuvo la paz, y puedes hacer lo mismo.
Ella enfureció ante la mención de la reina de la luz, aunque hermanas, siempre había existido un odio profundo entre ambas, una enemistad eterna que las llevó a consumirse en una separación absoluta a la que nunca cedieron. Él la observaba en silencio, con el corazón retumbando en el pecho y los recuerdos desfilando ante sus ojos ciegos, aún conservaba ese fervor hacia la mujer que hacía tanto había amado, hacia  la bella y bondadosa Cibeles que ahora se ocultaba en una piel extraña.
Se acercó tomando su mano, su piel cálida cosquillaba bajo sus palmas, de pronto quiso besarla como en el pasado, rodearla con sus brazos y robarla en una vieja tonada. Pero el espejo a sus espaldas,  lo detuvo, se reflejaba de una forma irregular y extraña a través de la superficie cóncava, la luz cruzaba por sus sienes oscureciendo sus ojos como la noche colándose en una pequeña rendija. Un dolor profundo le dio de lleno en el pecho, sabía que era, el espejo de la Lástima, una terrible creación concebida para robar la luz y derrochar maldad. Cibeles se hallaba conjurada a los encantos del objeto.
Sin pensarlo, y movido por el odio incierto,  tomó el viejo puñal clavándolo en el centro del cristal. El mundo tembló mientras un remolino de sombras envolvía el interior de la tienda, tomó a Cibeles con cuidado que cayó un pesado sueño. Cuando el clamor hubo cesado, salió con la reina en brazos, las sombras se esparcían bajo el manto de escarcha del día, los hombres hincaban las rodillas con los pechos gozosos en un triunfo inesperado. Cibeles abrió sus bellos ojos observando nuevamente la luz de su interior, los valles fértiles volvían a unirse bajo la paz disuelta de un cántico dorado atenuando la montaña.

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