Ingenuo desagravio


La oscuridad bajaba acuestas por la escarpada montaña blanca, a leguas de allí, los pájaros se resguardaban del clamor lejano, de las nubes agolpadas sobre sus cabezas, de los llantos inaudibles arrastrados por el viento. La luna reflejaba su tibia aurora sobre el lago de plata, derrochando la candidez de la noche, convirtiéndose en testigo de las palabras frías.
Un cristal tenue reflejaba la llegada anticipada de las visitas, Héctor, se recostó en silencio, intuía el desgaste mental que ofrecía al lidiar con semejantes personajes. Daliella, la terrible mujer fría como los témpanos, atravesó el umbral protegida con un chal dorado, llevaba el cabello muy corto adornado con pequeños pasadores de plata, su esposo, sumido en su perpetua ignorancia, avanzaba a paso recogido sobre los de ella. Al verse, se saludaron con la vil familiaridad del tiempo, como viejos amigos que guardan profundos secretos.
Héctor los hizo sentirse a gusto, sin perder de vista el cuarzo rojizo que colgaba del cuello de la dama. Ese amuleto perdido que guardaba los misterios de la noche, era un portal de luz a los mundos del fuego. Hacía tanto que los rayos dorados no tocaban aquellas lejanas colinas, que el fragor del verano se colaba a gotas por las brechas rotas, que los hombres no veían la luz sobre el horizonte.
Héctor sentía el odio acariciándole la punta de los dedos, aquellas dos criaturas terribles le habían robado la voz, como hacían con todos los que consideraban una amenaza en su régimen de mentiras.
Daliella rebuscó en un viejo cuaderno marrón.
-Aún no es momento de que recuperes vuestra voz – decía con falsa ternura, con su voz empalagosa lograba teñir de bondad las frívolas cuerdas que la movían – tras estos tiempos difíciles, es mejor conservar la calma y esperar que todo pase.
Afuera, la guerra se movía impasible, cobrando las vidas de hombres osados dispuestos a saborear la muerte en busca de su libertad. Héctor se movió incómodo, con la ira aflorando en la garganta.
-Carlos nos ha notificado que vuestro silencio le complace, él se ha movido por las noches en busca de nuevas víctimas a las que robar la luz – anunció el esposo como trémulo idiota, sumido en su absoluta estupidez, no alcanzaba a ver más allá de su larga nariz roja.
Nunca asistía cuando aquellos dos individuos inhumanos osaban visitarle, se ocultaba en misterios absurdos, se vestía de mentiras, era un hombre extraño al que nada complacía. Él, continuaba observando el oscuro cuarzo centellear a la luz de las velas, absorto en sus cavilaciones impresas, no lograba recluir la cólera furiosa que fustigaba su pecho. Daliella se movía en la falsedad, bajo una dulce careta de disimulo gentil ocultando el terrible rostro del interés, aquel espantoso beneficio que la movía a estar con un hombre carente de inteligencia.
El viento sopló con furia, agitando las ansias dolorosas del pobre hombre condenado al encierro. Añoraba romper las cadenas, acabar con artillería de un trío  presuntuoso sin mayor logro, que el de convertirse en una banda de rufianes movidos por los engaños.
Héctor se levantó, convencido de que esa era su última oportunidad. Los titanes alzaron sus voces al firmamento, anunciando la caída de los farsantes, los aires se arremolinaron con saña, golpeando los cristales con el ímpetu perdido, las voces de las víctimas llamaban a lo lejos, agonizantes, sucumbiendo a un canto mortal, a la venganza deseada que por fin obtendrían.
Blandió el puñal en el aire, pero Daliella y su esposo se sentían preparados para una amenaza de parte de él, un hombre al que jamás podrían doblegar ni utilizar para sus viles objetivos.
La perversidad brilló en los ojos de la noche, contenida en miles de muertes al olvido, desterrando de liviandad la suerte maltrecha de los que fueron usados por inestables egoístas, siempre atenazados de un odio insaciable por lo puro y lo justo.
Con una fuerza invisible alcanzó el pecho de la mujer arrebatando el cuarzo que le daría su preciada libertad, lo liberó tras un fuerte tirón y esta cayó de rodillas sosteniendo el rostro entre las manos. El esposo intentó defenderse como una víbora herida, pero el arma dio al blanco y retrocedió asustado, se arrastró a las gastadas cortinas bañando de sangre negra el suelo por el que se movía.
Un trueno resonó a la distancia, los titanes clamaban la sangre de los culpables. Daliella retrocedió asustada, intuía el destino que le deparaba el mundo, su esposo intentó escapar por la cornisa, pero la velocidad de la justicia lo alcanzó al aire y un rugido lo aplastó con absoluta fuerza, condenándolo a la tempestad impasible de miles de almas perdidas.
Los fuegos fatuos ardían sobre el encuentro fatal, Héctor debía cobrar la falta acometida sin ensuciar sus manos de sangre impura. Daliella lo observaba encorvada, con la fiera mirada desconsolada,  temía el final ineludible que sufriría, sabía el castigo necesario por el que pasaría. No había escape, debía pagar el precio de su ignorancia.
Él alzó el cristal dejándolo caer sobre las llamas, el fuego lamió los aires provocando la tormenta de cenizas, el aire barría desconsolado las briznas derrochadas, el soplo inconstante se volvió turbio, agitando en olas de sal las obras caídas del trío maligno, finalmente, las voces volvían a sus dueños, mientras ella, recluida a la oscuridad sufría el castigo más terrible por doblegarse ante el ser que imponía su mando sobre los demás.
-Mándale mis saludos a vuestro jefe… en los infiernos del hielo – gritó Héctor alzando la espada dorada.
Y con una suave estoca el cuarzo se quebró en cientos de diminutos cristales esparcidos. La voz desgarradora de Daliella quebró en un grito el silencio, sus manos, brazos y pies, se volvían polvo sobre la alfombra, volvía a la noche, a ese lugar oculto y desterrado del que nunca debió salir.
Con el fuego vino el día, y el miedo se extinguió de los pechos ajenos, ahora veían la luz, destronada la maldad, volvían a una nueva vida.

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