Nahima



Las olas heladas entrechocaban con la pendiente rocosa, la salina se acomodaba a los pies desnudos de los viejos pescaderos, el frío calaba las grandes montañas al sur, en tanto que el rugido eterno de lo incierto hacía eco en las atalayas altas. El encierro tortuoso susurraba pesares de silencio, a quienes, desterrados al olvido, observan inertes las luces de oro, atravesando el acuoso cielo negro, invadiendo de cándida esperanza la vida de los habitantes de Salliveus.
El invierno caminaba a tientas, sin rumbo concreto en medio del acompasado letargo en el que se sumían los páramos lejanos, allí,  donde no conocían el mar, los hombres salvajes conseguían refugio tras los altos árboles caoba sumergidos en la niebla.
Miles de caballos amortiguaban el paso sobre la nieve espesa, iban de camino al pueblo, atravesando la helada montaña, su capitán se detuvo ordenando el descanso, pasarían la noche en aquellas aldeas salvajes, solo tomando las provisiones necesarias, sin irrumpir en la cotidianidad de la lejanía absoluta.
Nahima, acostumbrada a la tempestad, se resguardaba al calor de la chimenea, los soldados vagaban las recónditas tierras en busca de la gloria prometida. Su corazón se consumía en silencio, recordando el hombre que un día juró volver, Issay, era su prometido cuando sin mayor razón fue recluido como soldado en el ejército del rey negro. Durante años ella acudía a la cumbre del monte, esperando ver al horizonte los hombres de oro que hacía tanto habían olvidado. Ya nadie hablaba de los valerosos guerreros de la aldea, con el pasar del tiempo, y la derrota del rey, a todos se les dio por muerto. Nadie esperaba por él, excepto ella, que cada noche acobijada a los recuerdos, se entregaba al llanto amargo de una despedida jamás dicha.
Aunque los poderosos soldados que visitaban la aldea no eran los que esperaba, no podía evitar la curiosidad, echando ojo tras las ventanas, indagaba esperando toparse con la larga melena roja sobre el manto inmaculado. En vano descubría que ninguno de ellos coincida con el soñado, entonces se retiraba con la decepción agonizando en los labios.
Su padre siempre le aconsejaba guardar silencio, le recordaba olvidar, retomar una vida nueva,  ahora, sumida en la soledad, no hacía más que recordar aquellas situaciones al resguardo de su protector. No podía ocultar el temor que le generaban aquellos gigantes de hierro, investidos con etéreas capas rojas y enormes yelmos dorados donde solo alcanzaba a vislumbrar los ojos negros. La bruma desviaba las llamas bruñidas bajo el preciado manto negro, en la letanía del encierro, cientos de rostros clamaban su hogar, ocultos bajo los mantos, no quedaba nada que esperar, solo la llegada del día.
El aullido de un cuerno rasgó el silencio, los gritos se alzaron y las colinas cantaron, el fuego lamía la extensión de los vastos y lejanos territorios, la aldea acaecida, lloraba el invierno. Nahima despertó en medio de violentas sacudidas, el calor trepaba por  las paredes de arcilla condenándola a un horno sin salida, la puerta se dobló bajo sus golpes desesperados ofreciéndole otra alternativa. Fuera de la choza, el mundo sucumbía a la muerte, la sangre manaba de los cuerpos resquebrajados a la astucia de los hombres, los enemigos vestían trajes de acero, como dragones de oro que sembraban el fuego a su paso.
Corrió tanto como las fuerzas le permitieron, con el pecho aforado, la angustia atenazaba su trote castigándola a la perdición. Cayó de bruces sobre el hielo, los pensamiento iban y venían sin seguir algún ritmo, confundida, solo alcanzaba a ver los demonios alzando sus armas al viento. Sintió la muerte en sus manos, apoderándose con precisión de los sentidos embotados, acobijándose en un sueño pesado. Unas manos pesadas  y fuertes la sostuvieron en alto, era un guerrero, no alcanzó a ver los ojos tras el yelmo, solo percibía el tirón de su cuerpo, y por último un galope feroz que la llevó a la oscuridad eterna.
El entumecimiento fatal poco a poco la despertó del descanso, se abalanzó sobre el suelo seco y cálido, donde la luz dorada se reflejaba en medio de las ventanas. Nahima se puso en pie con dificultad, las fuerzas no acudieron a su lastimado cuerpo, cuando logró observar el lugar, una pequeña cabaña en ruinas abandonada a mitad del bosque, es que se da cuenta de lo ocurrido, tras desmayarse había sido tomada como prisionera, y aunque por los momentos se hallaba sola, alcanzaba a distinguir la pesada armadura y el escudo junto a la puerta. Rebuscó en el silencio intentado deducir cómo escapar, aún no llegaba su captor, pero cuando lo hiciera probablemente acabaría con ella. Antes de trazar un plan, la puerta se abrió, la luz de la mañana la cegó por instantes, acariciando la lozanía de los sueños, ocultando los misterios.
Los pasos resonaron con el retumbar de su pecho, agitada y abatida, se negaba a salir de las sombras. La tenue luz le acarició los pómulos dibujando una beldad ante sus ojos, de pronto, aquel siniestro temor cayó, demostrando al ser que la mantenía cautiva, Nahima nunca se imaginó ver una figura cautivadora que se moviera con absoluta elegancia. El monstruo al que temía llamó en susurros, sus labios dibujaban frases inentendibles que rozaban sus oídos en medio del silencio.
Sus ojos se encontraron en el penoso instante que la luz declinaba al cielo, la negrura absorbió los anhelos que el adorado caballero guardaba, se aproximó, seguro, destilando la elegancia en cada leve movimiento de su cuerpo. Ella ocultó el rostro, agachando la mirada, temiendo perderse en el fervor de su rostro. Era Issay quien la había tomado, desesperado, se abalanzó a sus brazos, decidida a no alejarse nuevamente.
Cuando la luna se alzó y las batallas cayeron al declive, encontraron aquel amor perdido que a las estrellas sonreía. Issay no era su captor, era el salvador que la regresaba a la vida, el que durante noches la cuidó al calor de las velas, ahora sus labios se encontraban en un beso profundo, en la caricia eterna, en la promesa inmortal de hallarse juntos hasta el final de la vida.

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