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Lucha imperecedera
Un diminuto rayo de luz se colaba silenciosamente por medio de la gruta negra. Allí la soledad se alzaba presente, destacando las preciosas formas naturales de la oscura caverna, las armas arrojadas sobre la tierra húmeda brillaban a la intemperie, mientras un poderoso cuerno resonaba a lo lejos. El agua brotaba sobre las piedras bañando de celestial placer a los diminutos habitantes colina abajo. Los pájaros bailaban ajenos a la guerra, cual melodía desconocida se perdía entre altos abedules rosados.
La mermada tribu de los guerreros Nán había escogido aquella rocosa montaña como un escondite seguro, unos días allí asentarían su confianza y pronto quizá, podrían volver a su pueblo natal, aquel rústico paraje de techos amarillos y canto divino.
Edrid se desperezó sintiendo los brazos entumecidos, una siesta corta era suficiente para recuperar la atención perdida, al tiempo que recogía el carcaj y las flechas doradas colgándoselas a la espalda. Asomó un ojo por la brecha, esperando con cierta ansiedad vislumbrar a alguno de sus compañeros, el claro vacío le indicaba que aún nadie regresaba, el peligro reinaba, y más pronto que tarde volarían las malas noticias y los pesares.
El resonar de los tambores atraía a su mente terribles recuerdos, la pérdida de su hermano aun le acarreaba las peores pesadillas, sumiéndola en una aletargada somnolencia que por poco le costaba la vida. Hacía meses de aquello, pero el dolor continuaba presente en su piel, a cada mención, a cada palabra se le venía a la cabeza la gastada imagen de Salarldor, era él su vida y única compañía, tras su muerte una molestia constante se instaló en su pecho para no abandonarla jamás. Cuando la noticia llegó, ella se encontraba en campaña, al regresar, la terrible ausencia confirmó su más pavoroso temor, sintió como la sangre huía del cuerpo, como le arrancaban cada hueso cada parte de su ser, y no fue, hasta mucho después cuando volvió a recuperar el habla, empezó a comer y a seguir la tan acostumbrada rutina, sin embargo nunca recuperó su vida.
Una docena de altas figuras blancas apareció en la cueva, Edrid dejó sus torcidos pensamientos atrás para darle la bienvenida a sus compañeros. Dejaron las provisiones al tiempo que se recostaban sobre la superficie rocosa, muchos llevaban heridas graves en los brazos y piernas, corrió presurosa por ayudar y saberse útil, al menos ninguno se hallaba gravemente herido.
-Edrid – llamó Isis, la comandante del grupo, era una mujer alta de rasgos rudos, cabello negro y ojos oscuros, Edrid la quería, era una buena persona, de distingido rango y buena técnica en la lucha – haced el favor de atender a Terence.
Aceptó de mala gala, dejándose arrastrar por la sinuosa vertiente, tomó un poco de agua y unas cuantas vendas, se sentó al lado del joven. Tendría unos pocos años más que ella, sus ojos color miel la examinaban detalladamente. Le tendió la pierna, había una amplia abertura de la cual brotaban chorros de sangre negra, reprimió las ganas de devolver la comida y con manos presurosas se adelantó a limpiar la herida.
Terence era conversador por naturaleza, ese era su don particular, hablar y hablar a tal punto que a ella le resultaba irritante. Tal vez no fuese solo por ello, existía una razón de mayor peso que no le permitía verlo a los ojos.
-Bonito vestido – susurró él echando un vistazo a la túnica negra que llevaba puesta – siempre es bueno apreciarte con los trajes típicos de nuestra gente – sonrió gustoso a pesar del dolor de la pierna.
Ignoró su comentario, en Nán acostumbraban a llevar amplios vestidos negros, simulaban el honor a la muerte por haber luchado aguerridamente por su sangre. Ella lo llevaba por su hermano, aquel joven caído siendo apenas un niño, no merecía una muerte tan repentina ni dolorosa, pero no se le permitía darse golpes de pecho, allí todos habían perdido a alguien, su gente había aprendido a lidiar con la muerte desde los inicios de la vida, desde la caída de los ángeles, desde la matanza de los Raven los primeros Nán que pisaron el mundo. Se contaba que su sangre había sido mezclada con la de los Dioses, y por eso tenían dones divinos que le conferían una autentica ventaja a la hora de la batalla.
Su pueblo no tenía dones divinos, solo una amplia sed de venganza y un perfecto adiestramiento que los convertía en seres letales para los enemigos perversos. Desde niña había sido preparada para la lucha, para batallas sangrientas que podrían acabar con su vida, con todo lo que conocía. Edrid no le recriminaba en absoluto a su gente el producto que era ahora, les quería arraigadamente, como una parte fundamental de su ser, como la esencia misma de su vida.
Acabó de vendar la pierna de Terence cuando este la tomó por el brazo, sus dedos era gráciles bajo los tenues rayos de sol, su mirada sincera parecía atravesarla como si pudiese intuir los pesados pensamientos de esta, tal vez él también se replanteara el sentido de todo aquello, tal vez sintiese culpa por sus errores.
-Sé que todo este tiempo has creído que soy un terrible cobarde – susurró pegando sus labios a su oreja derecha, invadiéndola de un calor desconocido, de un miedo inexperto – la verdad es que no me encontraba con Salarldor cuando ocurrió, aún me recrimino y arrepiento de no cubrirle las espaldas, bien sabes que era mi amigo, que le quería, pero aún te quiero más a ti… – tragó saliva sofocando tristes recuerdos – no sabes cuánto he sufrido al saber lo muy afectada que te encontré, cuanto he deseado acompañarte… no vuelvas a alejarme – su voz era casi una súplica que perforaba los oídos de Edrid.
No podía volver a quererlo, amarlo era atraer constantemente el recuerdo de su hermano, mantener vivo el dolor, el sufrimiento. Alejarlo era su única opción, mantener una profunda distancia entre ambos, no importaba cuanto quisiera tenderse en sus brazos y arrojarse a su amor no podía dejarse vencer por el deseo de estar con él.
-Por favor – le imploró – no suprimas lo que sientes, sé que te encuentras sepultada entre tristes memorias, no le llores, celebra su legado como hago yo, no permitas que su vida se convierta en ríos de lágrimas, en donde finalmente le perderás.
Sintió las lágrimas por primera vez desde que Salarldor no estaba con ella, sintió el dolor perforando su pecho clavándose en su alma, se derrumbó a los pies de aquel hombre, desplegó las murallas construidas a su alrededor, no podía luchar más contra la memoria de su hermano, no podía fingir que todo estaba bien, tenía que llorar su partida, aunque fuera tarde tenía que despedirse finalmente de él.
Terense la acunó en sus brazos, sintiendo el desgarrador silencio que a ambos dominaba, no surgirían palabras en sus bocas, eran sus corazones quienes hablaban, quienes susurraban, no podrían volver a marcar una distancia cuando era tan simple estar juntos, como si sus cuerpos hubiesen nacido para estar juntos, como si sus almas descansaran la una en la otra.
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