Freya
Las ráfagas de viento barrían las diminutas hojas de los árboles, danzando al compás entre los marchitos matorrales, a la víspera de un otoño naciente. Los pantanos y riachuelos se entremezclaban bajo una precipitada lluvia torrencial. Una brecha oscura se abría entre altos robles macizos, asegurando un refugio seguro para pasar la tormenta.
Freya dejó sobre la hierba mojada su pequeña mochila, soltó su largo cabello permitiendo que le llegara hasta los pálidos y delgados tobillos, sacudiendo así las diminutas gotas que se habían colado en su perfecto tocado. Desató sus largas botas y sintiendo la lluvia sobre sus pies como un extraño placer que disfrutaba. Aquella dulce melodía acariciaba ligeramente su cuello, sumergiéndola en un profundo sueño del que difícilmente podía ser arrancada.
Un ruido seco la hizo abrir los ojos de súbito, para nada confundida se alzó registrando el saco que su compañero dejó caer a su lado.
-¿Cuándo dejarás los juegos y empezarás a tomarte en serio esto? – le preguntó con evidente irritación al tiempo que ella le dedicaba una dulce mirada.
Degustaron higos con miel a la sombra de la noche, complacidos de poder compartir la mutua compañía, y el no hallarse reprimidos en el viejo palacio de oro. Jaaziel por su parte, demostraba un malhumor bastante habitual en su carácter, no era de extrañar esa rara felicidad que poseía, acompañado de una diosa raptada, en una vida de injusta crueldad.
-Falta poco – susurró ella besando su cuello con cariño.
Él quería asegurarse de que así sería, pero el tiempo implacable se reducía, condenándolos a ambos, a un infierno de vida, a un mundo irracional donde el poder alcanzaba más que cualquier tipo de valor. Acarició su rostro, tan perfecto tan puro, su mente asemejaba un torrente de amargos pensamientos que lo reprimían, impidiéndole disfrutar el tesoro del que era sin lugar a dudas dueño.
Las estrellas brillaban lejanas, inalcanzables como quien descansaba a su lado, sabía que la vida se le extinguía, el dominio que habitaba en su interior acabaría por triunfar dando muerte a lo que tanto amaba.
No era otra cosa sino un simple mortal, a quien los Dioses habían bendecido otorgándole el preciado don de su favor. Solo en el mundo, decidió hacer uso de aquel maravilloso talento que lo hacía destacarse del resto. Cruzó los mares peligrosos, avanzó por frondosas selvas donde abundan los pesares, enfrentó a las más terribles criaturas, y cuando pensaba que alcanzaba la dicha, que se convertiría en el rey del poderoso Imperio de Mikael, se topó con Freya, aquella ninfa de las aguas, lo hechizó en cuerpo y alma. Convencido de su amor, renunció a todo lo que por entonces lo hacía un príncipe, dejando un reino devastado, se marchó con ella en brazos, dispuesto a una vida sencilla.
Pero los planes acabaron por deshacerse ante su mirada incrédula. Freya enloquecida de amor, le negó la verdad que tanta amargura acarreaba, era que su vida lejos de la tierra de Merril, menguaba a cada paso.
De inmediato Jaaziel quiso devolverla, otorgarle aquello que con tanto egoísmo le robaba, pero era tarde. La diosa se había enamorado, y no existía argumento posible que la hiciera cambiar de parecer. Su corazón evocaba luz, de un amor tan profundo que prefería morir a su lado que vivir sin él.
Entre tanto Jaaziel observaba como la vida la abandonaba, quería ofrecerle todo cuanto pudiera para agradecerle cada segundo vivido, pero su miedo lo dominaba, aflorando la oscuridad contenida en su interior.
Ella despertó con una sonrisa en los labios, los ojos celestes lo observaban con la absoluta veneración del amor. Lo besó con cuidado evitando mostrar algún síntoma de debilidad, Jaaziel ensombreció, no podía conservarla para sí, mientras ella agonizaba en vida.
Cualquier mención a su decaer le granjeaba una risa serena de parte de ella, despreocupadamente no le importaba morir, simplemente planeaba disfrutar de los momentos que le quedaban en compañía de quien amaba. Los dolores no eran nada comparados con las risas regaladas, los malestares poco le afectaban siempre que él sostuviera su mano.
Lo que Freya era incapaz de ver, era que con cada dolor moría él también. Moría de la forma más dolorosa, al verla morir a ella. Era un dolor físico que se instauraba en su pecho, acometiéndole a la tragedia de verla esforzarse por ser feliz hasta el último momento.
El camino largo acababa por cansarla, aunque no deseaba admitirlo decidió aligerar la marcha, desató su largo vestido azul para colocarse una ligera túnica de seda blanca, se deshizo de las zapatillas, dejando que sus dedos rozaran el frondoso bosque. La libertad era palpable en sus ojos, él casi se sintió feliz, casi, de no ser por lo que estaba a punto de hacer…
Freya se puso furiosa al vislumbrar las anchas columnas doradas alzadas en la cúspide de la montaña. Se sentó cual niña en la hierba jurando no moverse de allí, por mucho que él suplicara no daría un solo paso. Gruesas lágrimas escapaban de sus bellos ojos.
-¿Por qué me abandonas? – Preguntó al borde del llanto – ¿no me ves que me matas más rápido dejándome allí? No existe vida posible recluida al encierro, era infeliz antes de conocerte, y si voy a morir quiero que sea mientras soy feliz. Prefiero morir que regresar allí – sentenció con la mirada ardiendo en cólera.
-Pues tu muerte no pesará en mis manos – sentenció alzándola en brazos con el mayor pesar del mundo.
Por mucho que deseara quedarse a su lado no resistiría verla morir, renunciando a ella era la única manera de poder salvarla, solo en soledad podría olvidarlo, o al menos eso creía y esperaba él. Se alejó con el dolor latiendo en su pecho, con un desamor profundo desencadenado en su piel, no volvería la vista atrás, solo el tiempo decidiría lo que tendría que pasar.
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