El secreto del pueblo Briramir
La voluntad ese fragmento inapreciable, que nadie ha conseguido palpar, de esperanza dilatada en medio de absoluta perfección, de luz y oscuridad a la vez, es la vida misma, es el movimiento que todo beso lleva en la piel, es la fuerza inacabable que el amor hace nacer. Pocas veces nos hemos detenido a pensar en esa parte que habita en nosotros, en cultivarla o apreciarla, simplemente la observamos como un todo que siempre está allí, porque después de todo nacemos con ella. Pero ¿y si alguien viniese al mundo sin un pedacito de vida?
La nieve se apilaba fuera del viejo caserón de piedra, diminutas virutas de ceniza negra viajaban arrastradas por un viento sublime, cual aliento encadenado a un suspiro celestial. Las ventanas empañadas parecían desinteresas en el mundo que se desplegaba fuera, más preocupadas por el encierro que les acometía, desterradas a una soledad marchita, sentían el fuego interior apoderado de un designio involuntario, que pronto acabaría por abandonarlas a tiempos de paz.
Dentro, junto a la vieja chimenea, se posaba una joven de bello cabello negro, con las manos al fuego esperando sentir el calor. Por tanto que intentará hallar el ardor este no alcanzaba a tocarla, el frío frecuente se acometía en su ser, impidiéndole sentir una pizca de piedad humana.
Un hombre encorvado atravesó el umbral con la ropa cubierta de polvo, arrojó el sombrero y se deslizó junto a su preciada joya. La chica lo miró a los negros ojos carentes de humanidad, este besó sus labios y verificó las cadenas, un segundo más tarde se perdía ladera abajo.
La hija inhumana quiso caminar sobre la nieve, pero entonces recordó la prisión a la que se hallaba desterrada. Añoraba sentir los copos sobre sus pies, el calor del verano, agitar las faldas de su vestido bajo la lluvia de otoño. Nada de eso le sería permitido, estaba expiada a un aislamiento miserable, en donde el único contacto humano que podría tener sería con las fatales víctimas de su señor. Era la creación del mal, nacida del odio, criada en la impureza de una vida de muerte.
La bruma se colaba a través de las diminutas rendijas, llenándola de una nube espesa de humo. El miedo cobraba vida en su corazón, una extraña sensación se apoderó de sus brazos delgados, de su interior quebrado. La luz amarilla se extendía a sus pies, bañándola de un resplandor nunca antes visto.
Ana rompió las cadenas que la ataban con una volátil fuerza que brotaba de su pecho, el encierro cesaba, era el momento de alzarse y tomar las riendas de su futuro. La maldición que la hacía permanecer entre aquellas gastadas paredes, perecería aquella misma noche, no permitiría mantenerse un día más presa de un hechicero sanguinario, las noches a la intemperie en busca de sangre acabarían para siempre.
¿Cómo escapar sin voluntad? Olvidaba ser una pieza rota, era un objeto cuya realización no había concluido, sin espíritu difícilmente conseguiría vivir.
Corrió a los viejos libros en busca de una alternativa, sabía que al alejarse de allí, el terrible invierno la consumiría, su señor le había hablado de los riesgos que implicaban dejarla salir, era una terrible amenaza, que sin su control, solo podría traer desgracia a la vida de quienes la rodearan.
¿Cómo podía ser malvada si solo sentía más que pena por quienes tristemente acudían a morir allí? Eloner, su creador, cambiaba muerte por voluntad, luego con esta daba rienda al temeroso cristal gris, donde cientos de almas eran atormentadas.
Observó el hueco que se posaba en su pecho, un vacío detestable que le recordaba su falta y el peligro que suponía. Lejos de encontrar solución posible en las gastadas páginas, se topó con aquello que con tanto anhelo buscaba, y que jamás podría poseer, necesitaba encontrar un alma que acoger en su interior, y la única manera de hacerlo era con la muerte.
Se deshizo de los viejos harapos grises, con sus manos elaboró un delicado vestido blanco de amplias mangas que rozaban el suelo. Miró las ruinas de la enorme casa, sin sentir el menor peso por marcharse, de poder olvidar cada día vivido allí lo haría con gusto, pero bien sabía que aquellos recuerdos la perseguirían hasta el final de sus días.
El dulce hielo bajo sus pies le proporcionó la fortaleza que le faltaba. Descendió la colina en busca de quien le otorgara la vida, siempre atenta a quienes le rodeaban.
Un hombre de poco más de veinte años captó su atención, no solo por la manera en que despreocupadamente jugaba en la nieva, sino por la enorme fuerza de sus brazos, la belleza de sus ojos, la luz en sus mejillas. Se aproximó cerciorándose de que nadie los veía, el puñal en su mano le susurraba que lo hiciera, era el momento, él se encontraba de espaldas, no sentiría nada, sería una muerte limpia.
Pero la fuerza le flaqueó justo el instante en el que el joven dio vuelta. No se sorprendió al observar a una chica amenazándolo con un arma, parecía de lo más natural que lo asediaran así frecuentemente.
Ana retrocedió confundida, y él se percató del hueco de su pecho, alargó una mano intentado comprender si aquello era real, ella ya se encontraba enloquecida casi al borde de las lágrimas, tropezó y cayó al suelo congelado.
-No pasa nada – susurró él tomándola con cuidado – Soy Daniel, ¿Qué… – no se atrevía definitivamente a preguntar, aunque sus ojos revelaban que intuía algo – ¿Por qué intentaste matarme?
Ella jamás había recibido un amable trato de parte de nadie, una pena profunda la embargó al recordar que instantes antes iba a cobrarle su existencia a quien tan cordialmente la ayudaba ahora. Guardó silencio, una sola palabra la condenaría a ojos de aquel extraño que de pronto le importaba tanto.
-¿Pretendías tomar de mí aquello que te falta? – inquirió.
Ana estalló en lágrimas afirmando que esa era la única manera de tener vida, de poseer un alma, explicándole en parte el misterio que se cernía sobre ella.
-Tomar de mí la vida no te daría la propia – razonó él al tiempo que le tomaba la mano gélida entre las suyas – al marcharte has recobrado la voluntad con la que no naciste, posees vida aquí – señaló el lugar donde debería hallarse su corazón. Y sin preguntar rozó con sus labios el cuello de Ana.
El calor invadió el cuerpo antes tan roto, otorgándole la hermosa capacidad de sentir, de amar, apreciaba el viento en su rostro… cuando posó la mano en su pecho, el agujero que por tanto años se encontraba allí había desaparecido…
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