El deseo de Circe


El deseo de Circe
   La pira ardía con el fuego lamiendo el cielo, un cuerpo resquebrajado era consumido por las llamas rojas, un sola llanto era audible  entre quienes muy acontecidos, se dedicaban a echar una última mirada. ¿Quién era el héroe caído? Todos lo conocían, todos le temían. Un suspiro de alivio surcó la multitud, que con inagotable cansancio, esperaban ver convertido en cenizas hasta el último hueso del cuerpo sin vida.
Circe sentía el rostro enrojecido del contacto cercano con el calor, el dolor menguaba  y la tristeza se extinguía, a pesar de las lágrimas de rabia que se deslizaban por su rostro oliva. Sus ojos grises se incendiaban de venganza, de un odio creciente dominando su razón,  aquel que osaba burlarse de ella pagaría las consecuencias, no haría uso de la piedad, un destino fatal era lo único que podía dedicarle. Se echó la capucha sobre el negro cabello y desapareció de la plaza, sentía los ojos clavados como puñales en su espalda, el peso de la felicidad de quienes tanto la odiaban, él no merecía la muerte, había luchado inexorablemente por el bien de su nación, sin importar el mal que hiciera, murió por una causa justa, por un pueblo miserable que nunca lo apreció, era su rey, el elegido por los dioses. ¿Cómo se atrevía a juzgar la justicia divina? Ahora su pequeño hijo tocaba ser el soberano de tan indignos plebeyos, que la ley cayera sobre ellos, como el filo de un cuchillo.
Ascendió los peldaños con paso rápido hasta llegar al palacio de planta cuadrada, dos esclavos le quitaron la capa y la colgaron en el perchero mientras ella se dejaba caer en el lecho de seda que antes compartía con él.
Las lágrimas acompasadas en su pecho se le acumulaban en la garganta seca, pidió vino caliente intentado despejarse la cabeza, la muerte asechaba  escondida en cada esquina. No se permitía sentir miedo era esposa de un luchador, y madre de un rey, sus entrañas habían llevado a la vida a quien ahora gobernaría.
-Mi señora – anuncio Cyrene una de su esclavas de piel caoba – ha llegado la hechicera y quiere verla.
-No la llames así – ordenó Circe con evidente irritación – decidle a la sacerdotisa que la espero aquí, y pedidle a todos que nos dejen a solas.
La joven obedeció con el miedo figurando en el rostro, las hechiceras provenían del bajo mundo, de pactos secretos con demonios malignos, nadie en sano juicio hablaría con ellas. Excepto la reina, a quien las expectativas se le acababan y aquella era su última esperanza.
Una anciana mujer atravesó la puerta con el largo cabello ondeando cual mar en el viento, las luces de las velas disminuían su intensidad ante la maldita presencia, una niebla oscura se disipaba en raudales acumulándose en el aire, sus labios se curvaron en una sonrisa rodeada de profundas arrugas de sabiduría. Un halo de luz emanaba de sus ojos negros sin pupila, se deshizo del chal y tomó asiento junto a la reina.
Exhaló con fuerza aspirando un humo negro que salía del incienso en su mano derecha, con la otra mano tomó la de la reina que acarició sutilmente observando las líneas dibujadas en su palma. Tendió a esta su tabaco y la engulló de un amargo aroma hierba, las pupilas se agrandaron oscureciendo su tez, de pronto observaba con profunda claridad aquello que la rodeaba, sentía la brisa tocando su piel, el humo al contacto con su lengua, y entonces sintió un pesado dolor que le comprimía el pecho impidiéndole respirar.
-¿Qué precio estáis dispuesta a pagar? No doy vida si no hay muerte, y aunque esta se presente, solo se puede canjear por aquello que más valoras.
Inmediatamente pensó en su hijo, en Ektoras con el oscuro cabello sobre los ojos verdes, en su pecho henchido de orgullo tras creerse elegido por los dioses, con una virilidad casi infantil, en sus delicados rasgos aún destacaban los de un niño. No podía ofrecerlo a él como sacrificio, estaba dispuesta a dar su vida y su bondad, su alma, caminaría al barco de la muerte gustosa por ver a Drakon regresar de las cenizas.
-Os daré lo que pidas – respondió con la voz quebrada.
La anciana sonrió complacida tomando un polvo gris de un pequeño bolso, lo expandió por los aires haciendo que cayese en la reina, llamas doradas se dibujaron en su entorno, mientras una sombra negra nacía de ella.
-El precio es la sangre – respondió la anciana – quieres traerlo por amor, y amor es lo que no tendrás, los muertos ya no sienten, sus recuerdos expiran junto con su alma, tu hombre si quiera reconocerá tu ser, te convertirás en polvo… Darás lo que más aprecias…
Circe sintió por primera vez miedo, quiso detenerla, pedir tiempo, pero el trato ya estaba hecho. Clavó una daga filosa en su mano vertiendo la sangre sobre el fuego, el agudo dolor la ensordeció, podía observar el líquido negro que manaba de la herida abierta, se puso en pie violentamente, enloquecida sin escuchar sus propios gritos, la sombra se aproximó asfixiándola con aplomo, entonces escuchó un silbido y una risa ronca, la oscuridad la envolvió sumiéndola en un letargoso sueño.
La luz se desplegaba con furia entre los enormes ventanales, lo primero que vio fue su mano vendada, un silencio absoluto reinaba en la sala, un hombre descansaba a su lado, con los cabellos rubios pegados a la frente y su ancho pecho subiendo y bajando al compás de la pausada respiración. Drakon estaba a su lado, lo sacudió suavemente llenándolo de besos, sintió su piel caliente bajo la palma de sus manos, lo tenía para ella, lo había logrado, su guerrero conservaba la vitalidad de hacía no menos de una semana. Cuanto amor podía proferir al único hombre que había besado.
De pronto se percató que algo no marchaba bien, cuando los ojos de este se abrieron, no eran más que cuencas vacías que no conseguían verla, se llevó las palmas al rostro horrorizada sin saber que estaba tan mal. Entonces el tacto de algo desconocido la hizo suponer que le habían robado para traerlo a la vida. Se acercó al espejo para comprobar con horror sus facciones dobladas, aquella singular belleza que antes hacía gala y cautivaba era una masa deforme con gestos de horror marcado en sus inexistentes cejas.
Ahora entendía, había dado vida por muerte, pero nunca conseguiría el amor, estaba vacía cual concha de mar, tomó el puñal que la hechicera había utilizado la noche anterior, y con una pena inmensa lo enterró en su pecho, despidiéndose del amor, solo así podía darle vida, solo así conseguiría lo que antes tanto deseaba y ahora solo lamentaba.

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