Dagda
La ciudad ardía. Aunque las llamas
rojas y negras no fuesen visibles para nadie más que Dagda. Él sabía que sus
murallas se consumirían hasta los cimientos si aquella noche las cosas no
salían como lo había planeado.
La larga y estrecha habitación se hallaba
bien iluminada. De las columnas colgaban innumerables lámparas de aceite
añadiendo la claridad necesaria. Tres
doncellas vestían con manos hábiles a su hermana menor, Gala. Una trenzaba
rápidamente su largo cabello, rubio como el sol, mientras otra le acomodaba el
tocado ayudada por la tercera.
No se atrevía a mirarle los ojos,
temía a su mirada acusadora, a sus ojos rojos e hinchados de tanto llorar.
Ordenó a un par de coperos servirles vino con miel a las damas, mientras que
para él solo deseaba cerveza oscura. Por
fin Gala reparó en su presencia. Hacía días que no la apreciaba tan serena, con
el rostro gélido y los labios rojos fruncidos. Se limitó a esbozar una diminuta
sonrisa que le recordó cuan niña era aún.
Una de las sirvientas le colocó el vestido,
era de hilo fino con transparencias en los brazos, el pecho quedaba cubierto
por una lámina de oro haciendo las veces de collar. El color oliva resaltaba
sus ojos verdes.
-Estáis muy hermosa – manifestó
distraído - Taranis es un hombre con
suerte.
Ella hizo un gesto despreocupado con
los hombros. Con un movimiento de mano ordenó a las doncellas que se marcharan
mientras tomaba asiento en el aparador de marfil. Contemplaba su reflejo en un
viejo espejo de discos metálicos, a la vez que acomodaba el velo sobre la tiara
de oro.
-Al menos tiene mayor dicha que
vuestra pequeña hermana – replicó con amargura – presa de hombre brutal y
sanguinario. Envié a Iris para conseguir
información sobre mi prometido, y debo admitir que los informes no resultaron alentadores.
Gala era inteligente eso no se lo
reprochaba su hermano, y con respecto a
muchas cosas le llevaba la delantera, al menos se había tomado la molestia de
conocer a Taranis. No ganaría
discutiendo a aquellas alturas, tal vez hubiese sido más sencillo acordar un
matrimonio con Beltaine o Derú, sus
otras hermanas. Pero desde luego cualquier hombre a miles de millas había
escuchado leyendas de la belleza de Gala, y Taranis no era la excepción. Llegó
con la intención de proponer un acuerdo y mantener bajo mi mando a todos sus
ejércitos. Solo así se mantendría la paz del reino. Dagda esperaba que Gala
mantuviera la compostura y no irrespetara a su señor esposo, de lo contrario
las consecuencias serían irreversibles.
Caminó al salón principal del palacete
gris donde tendría lugar la ceremonia. Los invitados se encontraban a la espera, mientras Taranis
apostaba hombres en las entradas para que nadie los interrumpiera. Muchos lo
felicitaban mientras caminaba a su puesto, sin embargo él no sentía dicha ni
alegría, su pecho se sumergía en odio hacia su futuro cuñado, quien le
arrebataba su bien más preciado, y él, como un cobarde vendía a su pequeña
hermana a cambio de la estabilidad de un reino que no creía en sus reyes.
El bullicio cesó, las liras empezaron
la melodiosa tonada, una procesión de jóvenes perfumadas ataviadas con ligeras
túnicas naranjas. Luego venías las ancianas, adornadas con inmensos collares de
perlas y oro, por último venía la princesa…
Las voces se alzaron. Gritos y exclamaciones recorrían la sala. Taranis
ordenó a sus hombres desplegarse en los patios, buscar bajo las rocas, en la
montaña, en el desierto. Los guardias de la ciudad recorrieron la murallas,
revisaron los acueductos, cada rincón…
Gala había desaparecido…
Dagda casi sentía aliviado, casi.
Igual corrió precipitado, en el fondo deseaba que nunca la encontraran, quien sabe que castigo podría sufrir a manos
de su esposo y este descubría que había escapado.
El templo sería el primer lugar en el que
buscarían, pero su hermana era astuta y de seguro iría un paso adelante a su
marido plantado. Si alguien era diestra y correcta, era Gala. Dagda no paraba
de pensar que ella era la indicada para gobernar sobre un reino con tantas fisuras,
de seguro sus decisiones serían acertadas a diferencia de las de él.
Taranis se acercó sobresaltado, un
mechón de cabello negro le caía despeinado sobre la frente, la papada se le
había puesto muy roja mientras el sudor
perlaba su robusto rostro. No se inmutó a guardar cierta cortesía, era un
hombre brusco de hoscos modales.
-Si la llego a encontrar con otro
hombre os pasaré por el filo delante de vuestros ojos – dijo en tono amenazador
– más os vale hallarla antes que mis hombres, o les costará la burla…
Se marchó con tres guardias pisándole los
talones.
Una figura borrosa se movía tras los
matorrales. Iba con el rostro cubierto por un manto oscuro, caminaba
despreocupada, buscando a la princesa. Fácilmente pasaba por una de las
sirvientas del palacio, de no ser porque Dagda conocía aquella capa, era un
regalo que él le preparó en su festividad anterior. La siguió con la mirada y
la vio atravesar las puertas que daban a la ciudad. Con un poco de suerte su
hermana escaparía…
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